«Sencillamente, a mí me produce más alegría dar que recibir en todos los aspectos; no concedo demasiada importancia a mi persona ni a lo que hace la muchedumbre; no me avergüenzo de mis debilidades ni de mis vicios; y por naturaleza acepto las cosas con humor y con calma. Hay muchos como yo, y no acierto a comprender en absoluto por qué han hecho de mí una especie de ídolo. Resulta tan incomprensible como el que un alud, a causa de un copo, se desprenda y tome un determinado camino” (Einstein).
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Si alguna vez tenemos la dicha de conocer la perfección en cualquiera de sus formas, nosotros, que imperfectos nos movemos dentro de la imperfección, conservaremos para siempre esta huella impregnada en nuestro ser. Jamás podremos olvidar que este estado existe y que puede alcanzarse. Esto ha de sucederle a todo aquel que haya conocido a Einstein.
¿ACASO SOY YO EL LOCO O ESTÁN COMO CHOTAS LOS DEMÁS?
Quizá no debiéramos utilizar palabras tan grandilocuentes al hablar de él, y no deja de ser bueno que no pueda leer sus necrologías. A menudo me reía con él sobre su celebridad, que tenía las más insospechadas consecuencias. Antes de seguir adelante desearía copiar el único poema suyo que conozco, escrito al pie de una fotografía que una señora se había comprado por su cumpleaños, enviándosela a Albert para que le escribiera una dedicatoria:
«Adonde quiera que vaya y donde quiera que esté/ siempre veo un retrato mío./ Sobre el escritorio, en la pared,/ colgado del cuello con una cinta negra./ Hombres, mujeres, cosa extraña,/ solicitan un autógrafo./ Todos desean un garabato/ del joven sabio./ A veces pienso en mi suerte,/ en momentos de lucidez:/ ¿Acaso eres tú el loco,/ o están como chotas los demás?/»
Nunca olvidaré la primera visita que nos hizo Einstein. Debió de ser a principios de 1.916, en Berlín, cuando llegó a nuestra casa con su violín para tocar en compañía de mi marido. Irradiaba un cálido afecto cuando me dio la mano y me dijo: “He oído que acaba de tener un hijo, ¿no es así?”. Y a continuación dejó su violín, se quitó sus “rollitos” -los puños postizos de hombre ahorrativo- y los lanzó a un rincón. Luego interpretaron a Haydn, por quien entonces sentía especial predilección.
SOLIDARIO CON LA VIDA
En aquellos oscuros años de guerra en Berlín, la total independencia de Einstein respecto de su propio Yo y su visión serena, muy por encima de lo inmediato, transformaron mi congoja interior en una sensación liberadora de felicidad.
En cierta ocasión, Einstein cayó gravemente enfermo y si no hubiera sido por los abnegados cuidados de su prima Elsa, que entonces todavía no era su esposa, ello le hubiese costado la vida. En una de mis visitas, en la que me hablaba con animosa tranquilidad sobre la muerte, le pregunté si no tenía ningún miedo a morir. “No”, dijo, “me siento tan solidario con todo lo viviente que me es indiferente dónde empieza y acaba cada individuo”. Así expresó la unidad última en lo humano, que durante toda su vida buscó en las leyes de la naturaleza.
UNA CIENCIA INSUSTANCIAL Y SIN SENTIDO
No resulta sorprendente que fuese él precisamente quien me ayudase a no sentirme perdida como en un frío paisaje lunar entre los científicos en busca de la objetividad. La física moderna avanzaba a mi alrededor a pasos agigantados; sólo existía la “verdad objetiva”, que para mí, desgraciadamente, no significaba nada, y todo lo humano quizá pronto pudiera describirse mediante expresiones científicas.
Entonces pregunté a Einstein en una ocasión: “Bien, ¿cree usted que se podrá llegar a representar absolutamente todo de una manera científica?”. “Sí”, dijo él, “es muy posible, pero no tendría ningún sentido. Sería una representación con medios inadecuados, igual que si se representase una sinfonía de Beethoven como curvas de presión de aire”. Aquello fue un consuelo. En cualquier caso se fue infiltrando en mí algo de Física.
LA ALEGRÍA DE LA VIDA SENCILLA
Cuando dejamos de vivir en Berlín, fui huésped de los Einstein en diversas ocasiones. Una de esas veces, en que Einstein había partido de viaje, fui alojada en su habitación. Mientras el resto de la casa estaba repleta de los pesados muebles de su esposa Elsa, el cuarto de Einstein contenía sólo lo imprescindible y de una sencillez espartana: la cama, la mesilla, una silla, una mecedora, y una estantería, sobre la que había unos manojos de pruebas de imprenta atados con cordeles. No existía ni colcha, ni cuadros, ni alfombras. “Todo cuanto se posee es un lastre”, y: “No hay nada a lo que no pudiera renunciar en cualquier momento”.
Muchos años después, en 1.949, le pregunté por carta qué opinaba del ideal de la “vida sencilla”, tal y como recomendaba a sus miembros la Sociedad de Amigos (cuáqueros), a la que yo pertenecía desde 1.937, cuando vivíamos en Edimburgo, porque ve en cualquier clase de lujo personal la semilla de las guerras. Me contestó:
“Me pregunta usted qué opino de la vida sencilla. Sencillamente, a mí me produce más alegría dar que recibir en todos los aspectos; no concedo demasiada importancia a mi persona ni a lo que hace la muchedumbre; no me avergüenzo de mis debilidades ni de mis vicios; y por naturaleza acepto las cosas con humor y con calma. Hay muchos como yo, y no acierto a comprender en absoluto por qué han hecho de mí una especie de ídolo. Resulta tan incomprensible como el que un alud, a causa de un copo, se desprenda y tome un determinado camino”.
DESCUBRIR “SENCILLAMENTE” LA ESENCIA DE LAS COSAS
¿Quién, excepto Einstein, podría decir que “sencillamente le produce más alegría dar que recibir”, sin suscitar una sensación penosa? El descubría “sencillamente” la esencia de las cosas, y lo mismo hacía, con benevolencia y humor, con las personas.
Le divertían con pasión los chistes. Una vez, durante la Primera Guerra Mundial, le pedí que me dejara un libro bueno para un viaje y me envió los “Cien mejores chistes judíos”. En otra ocasión protesté por uno de sus chistes sobre las mujeres, pues lo consideraba injusto. Entonces me escribió:
“No debe tomar demasiado en serio mi chiste, ni juzgarlo según el principio de lo uno o lo otro. Ni iba tan en serio ni intentaba defender la exactitud de la afirmación que expresaba: uno se sonríe y acto seguido se pasa al orden del día. Lo mismo que con los chistes sucede también un poco con las pinturas y con las representaciones teatrales. Yo creo que no deben ofrecernos un esquema lógico, sino un aspecto delicioso de la vida, en diferentes tonalidades cambiantes, según el estado de ánimo del observador. Si nos queremos alejar de esta vaguedad entonces no nos queda más remedio que estudiar Matemáticas. Y éstas sólo consiguen su fin a costa de convertirse, bajo el bisturí de la claridad, en algo insustancial. El contenido vivo y la claridad son antípodas, y el uno acaba donde comienza la otra. Esto es lo que estamos viviendo hoy día, de forma francamente trágica, en la Física”.
INDEPENDENCIA Y HUMANIDAD
La independencia de Einstein respecto de su propio Yo y de los demás, incluso de aquellos que estaban muy próximos a él, no era fría. No necesitaba de los hombres, pero le producían una alegría interior y sufría con ellos. Si el gran público, al cual sólo le importaba la fama, no hubiese irrumpido de forma desconsiderada en su retiro para arrancarle de su retraimiento, sólo habría conocido de él su postura en contra de la iniquidad, de la opresión y de la injusticia de todo tipo.
El problema del individuo y la sociedad volvió a surgir en nuestras conversaciones y cartas. También él estaba sometido a la ley del optimismo de la juventud y de la resignación de la vejez, como lo pueden demostrar dos párrafos extraídos de cartas suyas:
“Su carta, querida señora Born, era verdaderamente excelente. En efecto, el elemento reparador de la sociedad y del arte japoneses radica en que el individuo vive de forma tan armónica dentro de su esfera, que en esencia no se vive a sí mismo, sino a su comunidad. Todos nosotros hemos aspirado a esto en la juventud y hemos tenido que resignarnos más tarde. Por tanto, no desearía pertenecer a ninguna de las sociedades que conocemos, como no fuese a la comunidad de “los que buscan”, que siempre ha contado con tan pocos miembros”.
LIBERACIÓN DEL YO Y DE LA SOCIEDAD
Y en 1.949, escribía, en contestación a un artículo mío en el que yo trataba de demostrar que la moral cristiana sólo va dirigida al individuo y que la masa es, por así decirlo, el producto final del proceso de mejoramiento; y que no se puede empezar por la masa y acabar por el individuo, porque el individuo entretanto ha perdido su sentido libre de la responsabilidad y su iniciativa moral:
“Considero totalmente correcta su tesis de que la liberación de las ligaduras del yo constituye el único camino hacia una humanidad satisfactoria. Pero también es verdad que no se le puede achacar todo al individuo, pues en una sociedad basada en una competencia despiadada (instituciones), la actitud social del individuo tiene que atrofiarse. Por tanto, los esfuerzos de mejora han de referirse a ambas fuentes del comportamiento humano”.
Su voz viviente ha enmudecido, pero permanecerá, hasta el final de sus días, en los oídos de quienes la escucharon.
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HEDWIG BORN, Einstein en la intimidad, Alianza Editorial, 1971. (Publicado en FD, por primera vez, el 5 de septiembre de 2006).