Una revolución pendiente

«Pagamos el sueldo de los funcionarios para que nos sirvan, no para que nos manden; para facilitar nuestro trabajo, no para entorpecerlo; para agilizar los trámites necesarios y suprimir los innecesarios, no para desesperarnos en el laberinto kafkiano de su burocracia; para velar porque se nos haga justicia, no para atropellar nuestro derechos. ¿Son conscientes del daño que hacen a las personas cuyas gestiones se eternizan? ¿Se dan cuenta de que no tratan con papeles, sino con personas? Y si un funcionario honesto y eficiente, que no quiere lavarse las manos, me dijera, en un atisbo de conciencia moral, «pero ¿qué debo hacer yo?», le contestaría lo mismo que H. D. Thoreau decía a los funcionarios del gobierno que decidió desobedecer: «Si en verdad deseas colaborar, renuncia a tu cargo». Y añadió: «Cuando el súbdito niegue su lealtad y el funcionario sus oficios, la revolución se habrá conseguido».«

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Ayer, un piloto me decía por teléfono que recordaba una frase, tal vez de Cánovas, en la que decía que la revolución pendiente en la Administración española consistía en derribar las paredes de los despachos para que los papeles pasaran de mano en mano con fluidez. Desde la primera república, esa revolución sigue pendiente. Y unas cuantas más.

Pero no me incumbe a mí, como particular, sino al gobierno y a los altos funcionarios de los ministerios, purgar la administración de inútiles y parásitos, y hacer que los empleados útiles funcionen con eficacia, rapidez y lealtad hacia los ciudadanos. Un jefe de sección o de área, o un subdirector general, es responsable de la calidad del servicio que prestan sus subordinados, así como un Director General o un/a ministro/a lo son de los suyos; sólo que a cargo más alto, mayor responsabilidad.

¿Y cómo sabemos que un servicio de la Administración es de calidad? Cuando los clientes, o sea: los ciudadanos, digan que es de calidad. Y ¿cómo sabemos quiénes son los responsables de un desaguisado administrativo como el que vengo denunciando? Me temo que serán los tribunales quienes deberán dirimirlo en cualquier caso. Pero, ¡qué digo! ¿Funcionarios juzgando a funcionarios? Utópico.

Y ya es el colmo que un funcionario diga que si «nuestra administración no es modélica, tampoco lo son los administrados.» ¿A que la culpa de la ineficiencia de la Administración va a ser nuestra? Pero ¡qué reveladora es esa frase del sentimiento aristocrático de los funcionarios que yo denunciaba en mis primeros artículos! «¡Administrados!» Se creen que porque han hecho una oposición «muy dura», y se consideran pagados por debajo de sus méritos, tienen derecho a censurar a los ciudadanos que, con sacrificios muy por encima de los suyos, pagan con sus impuestos el salario que perciben. No acaban de entender quién está al servicio de quién, ni que el contribuyente es el único que tiene derecho a exigir de la Administración una conducta modélica. El que paga manda. La conducta de los «administrados» no es asunto de los funcionarios, sólo de los déspotas.

Dije en mis primeros comentarios que lamentaba tener que generalizar al acusar de incapacidad o ineptitud a secciones enteras de la Dirección General de Aviación Civil, pues me consta que hay personas competentes y diligentes trabajando en ellas, y no conozco personalmente a ninguno de los altos cargos para evaluar su trabajo. Pero también me preguntaba de qué otra manera se podía denunciar a un sector de la Administración sin generalizar. Yo no estoy allí. No me muevo por los despachos de los funcionarios. No sé quién es operativo y quién no. No soy su jefe. No respondo por ellos.

Sólo soy uno de los contribuyentes que, junto con otros muchos, pagamos el sueldo de los funcionarios para que nos sirvan, no para que nos manden; para facilitar nuestro trabajo, no para entorpecerlo; para agilizar los trámites necesarios y suprimir los innecesarios, no para desesperarnos en el laberinto kafkiano de su burocracia; para velar porque se nos haga justicia, no para atropellar nuestro derecho a una administración eficiente y leal.

Un joven ingeniero aeronáutico de la DGAC reconoce que «a veces «se eternizan. Pues que no lo diga como quien echa pelillos a la mar, porque, ¿son conscientes del daño que hacen a los ciudadanos cuyas gestiones se eternizan? ¿Podrían probar que «a veces» son rápidos? ¿Se dan cuenta de que no tratan con papeles, sino con personas? En realidad, no creo que sean conscientes de nada, y más les vale que sea así; porque, de lo contrario, los ciudadanos podríamos llegar a pensar que algunos de ellos no son probos funcionarios, como presumen de ser, sino simples bribones que viven a nuestra costa.

Y si un funcionario honesto y eficiente, que trabaja en una sección incapaz de desempeñar sus funciones con eficacia, no quisiera lavarse las manos y me dijera, en un atisbo de conciencia moral: «pero ¿qué debo hacer yo?», le contestaría algo similar a lo que H. D. Thoreau decía a los funcionarios del gobierno americano que decidió desobedecer: «Si en verdad deseas colaborar, renuncia a tu cargo».

Y añadió: «Cuando el súbdito niegue su lealtad y el funcionario sus oficios, la revolución se habrá conseguido.»

Jesús Nava es Médico Examinador Aéreo en A Coruña y Oviedo. Publicado simultáneamente en AVIACIÓN DIGITAL (19/05/2008)
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