«El tipo de cambio que preconizamos para la sanidad se caracteriza por una cierta desmedicalización a nivel de las relaciones médico-enfermo, siendo la petición de ayuda del paciente recibida como tal. Pero esta desmedicalización sólo puede obtener un éxito duradero, si se extiende más allá de las instituciones, hasta las mentalidades y las actitudes colectivas. Nuestra sociedad es patógena porque las condiciones de vida que crea la sociedad industrial son nocivas para la salud de los hombres. Pero lo es también de manera más sutil porque coloca la frontera entre lo normal y lo patológico -cuya naturaleza es esencialmente social y cultural- a un nivel que deja la parte más importante a la patología y a lo que depende del médico. Lo que hay que cambiar es el lugar que ocupa el médico en la sociedad y sus actitudes ante el enfermo, la enfermedad y la muerte. La salud a cualquier precio, incluso al precio de una institucionalización más alienante, quizá, que la propia enfermedad, es un objetivo decadente. No es posible pensar que una sociedad consciente y responsable pueda desentenderse de toda decisión y dejarla en manos de los profesionales, por muy competentes que sean».
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El tipo de cambio que preconizamos para la sanidad se caracteriza por una cierta desmedicalización a nivel de las relaciones médico-enfermo, siendo la petición de ayuda del paciente recibida como tal; desmedicalización a nivel colectivo, porque la política sanitaria aporta variantes que el sistema médico actual ignora.
Pero esta desmedicalización sólo puede obtener un éxito duradero, si se extiende más allá de las instituciones, hasta las mentalidades y las actitudes colectivas. Lo que hay que cambiar es el lugar que ocupa el médico en la sociedad y sus actitudes ante el enfermo, la enfermedad y la muerte.
LA SALUD, UN VALOR SOCIAL Y UNA EXIGENCIA
Nuestra sociedad es patógena, hemos dicho, y es cierto porque las condiciones de vida que crea la sociedad industrial son nocivas para la salud de los hombres. Pero lo es también de manera más sutil porque coloca la frontera entre lo normal y lo patológico -cuya naturaleza es esencialmente social y cultural- a un nivel que deja la parte más importante a la patología y a lo que depende del médico.
Diferentes factores concurren para obtener este resultado. En primer lugar, el hecho de que la salud sea considerada como un valor social: la salud es una exigencia. ¿Cómo no hacer todo lo posible para estar sano en una sociedad que margina a los que no producen? ¿Cómo no desear la salud a cualquier precio, cuando los medios más diversos imponen normas de bienestar que no podemos dejar de respetar, si no queremos aparecer como unos desgraciados? ¿Un ejemplo? Este artículo aparecido entre otros muchos, en una revista de “información” médica, para el gran público:
“La caspa, puede decirse, que espolvorea a los que se resignan a soportarla con una especie de polvo de mediocridad, lo mismo que ocurre con todas las pequeñas enfermedades cutáneas que no se cuidan: los que las sufren no pueden pretender dar “una imagen” favorable. Y no a causa solamente de la desgracia física, en sí misma, sino más bien por la actitud derrotista de quien la soporta sin decidirse a buscar remedio… El hombre -o la mujer- con caspa es un personaje que pertenece al pasado”. Y, naturalmente, el artículo termina con el consabido consejo: “Consulte a su médico”.
¿Cómo no mencionar también la indecente publicidad que acompaña con demasiada frecuencia las “hazañas” de tal o cual cirujano famoso?
MEDICALIZACIÓN DEL MALESTAR Y LAS RELACIONES
Existe, finalmente, el fenómeno de “medicalización del malestar”, es decir, la transformación de cualquier carencia de bienestar, sea cual fuere su naturaleza (malas relaciones en el trabajo, en la familia, etc.) del “problema”, que, como está socialmente admitido, pueda presentarse al médico. Con más razón aún, existe la medicalización de la angustia fundamental, la angustia ante la muerte.
Es contra esta manía de la medicalización contra la que hay que luchar. La institucionalización de las relaciones humanas y del bienestar. ¿Por qué detenerse a recoger a un herido? Para esto están las ambulancias. ¿Por qué hacer un lugar en la vida para los ancianos? Para eso están los asilos. ¿Por qué dedicar nuestro tiempo a los que tienen necesidad de exponernos sus problemas? Que se los cuenten al médico. ¿Por qué no alejar de nuestras mentes las reflexiones sobre la muerte? Ahí está la medicina para solucionar el problema. ¿Por qué prestar servicios a los demás? Ya existen instituciones para ello.
Por el contrario, en una sociedad en la que los problemas no se dejarían en manos de un puñado de profesionales, sino que desembocarían en una arte de vivir en una colectividad juiciosa, todo el mundo saldría ganando.
¿LA SALUD AL PRECIO DE LA ALIENACIÓN?
Pero la institucionalización y el profesionalismo son igualmente creadores de alienación. Confiar la solución de nuestros problemas de salud y bienestar a personas que “están ahí para eso”, quiere decir, demasiado a menudo, abdicar de nuestras propias responsabilidades en la materia.
Y es más grave todavía, dejar que un cuerpo de profesionales tome, él solo, las decisiones que conciernen a toda la colectividad; lo que quiere decir, con mucha frecuencia, aceptar decisiones que reforzarán el poder de ese cuerpo y la dependencia de todos los demás respecto al mismo.
La salud a cualquier precio, incluso al precio de una institucionalización más alienante, quizá, que la propia enfermedad, es un objetivo decadente. Aunque se necesite gozar de buena salud para poder vivir bien, el sentido de la vida no está necesariamente contenido en esta exigencia.
Estas cuestiones pueden llegar a ser dramáticas en una época que va a conocer, con toda evidencia, descubrimientos biológicos fundamentales. Del uso que se haga de ellos dependerá el destino y la felicidad de los hombres.
No es posible pensar que una sociedad consciente y responsable pueda desentenderse de toda decisión y dejarla en manos de los profesionales, por muy competentes que sean.
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J.P.DUPUY – S.KARSENTY, La invasión farmacéutica, 1974. Editorial Euros, 1976. Versión castellana de Carol Rosés Delclós. [FD, 03/09/2006]