«El bienestar moral del paciente, la impresión que siente de ser escuchado y tomado en serio, o, por el contrario, de ser rechazado, son dimensiones de su sentimiento de seguridad tan importantes como el bienestar físico. ¿Y qué es lo que necesita el paciente para sentirse reconfortado? ¿Mucha ciencia? ¿No siente más bien la necesidad de poderse expresar, de hacer partícipe a alguien de sus problemas, de su ansiedad? ¿No siente la necesidad de que le escuchen y le traten como a un ser humano, y no como a un cliente o, peor aún, como un portador de órganos enfermos? ¿Qué le falta, pues, al médico para responder a estos deseos de su paciente? Sin duda, una cierta aptitud para las relaciones humanas; pero, por encima de todo: tiempo, tiempo para conversar con su enfermo y, sobre todo, tiempo para escucharle. Se trata de devolver al médico el papel psico-socio-educativo, que ha perdido actualmente y que está un poco desvalorizado, conservándole, al mismo tiempo, su papel técnico. Pero cambiar la sociedad, volverla más juiciosa, no quiere decir en absoluto intervenir en la vida de los individuos, obligándoles a comportarse de una manera contraria a sus deseos, sino cambiar las reglas de juego de la sociedad. Y ¿qué hacen los médicos en este aspecto? Al parecer, muy poca cosa».
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El bienestar moral del paciente, la impresión que siente de ser escuchado y tomado en serio, o, por el contrario, de ser rechazado, son dimensiones de su sentimiento de seguridad tan importantes como el bienestar físico.
Si hay interdependencia entre la tranquilidad moral y la comodidad física, y el hecho de actuar sobre el primero nos lleva a mejorar el segundo, es algo por lo que debemos felicitarnos, pero no es una razón para tratar al primero como un simple “medio”, sino que se debe considerar como un “fin” en sí mismo.
LA RELACIÓN ENTRE EL MÉDICO Y EL PACIENTE
¿Y qué es lo que necesita el paciente para sentirse reconfortado? ¿Mucha ciencia? ¿No siente más bien la necesidad de poderse expresar, de hacer partícipe a alguien de sus problemas, de su ansiedad? ¿No siente la necesidad de que le escuchen y le traten como a un ser humano, y no como a un cliente o, peor aún, como un portador de órganos enfermos? ¿Qué le falta, pues, al médico para responder a estos deseos de su paciente?
Sin duda, una cierta aptitud para las relaciones humanas, que puede, quizás, adquirir por medio de una formación (no en forma de una enseñanza magistral, sino con casos concretos, “trabajos prácticos” sobre el terreno). Pero, por encima de todo, lo que le hace falta al médico es precisamente aquello de que dispone en menor cantidad: tiempo, tiempo para conversar con su enfermo y, sobre todo, tiempo para escucharle.
Se trata de hacerse cargo del problema que plantea el paciente de manera global, respetando la unidad de la persona, por lo que se debe ofrecer al enfermo una competencia técnica así como una disponibilidad de escucha y de atención. Esta misma preocupación de síntesis impone, por otra parte, que la acción puramente curativa vuelva a su justo lugar y no disociarla en prevención, terapéutica, vigilancia, rehabilitación, etc.
En una palabra, se trata de devolver al médico el papel psico-socio-educativo, que ha perdido actualmente y que está un poco desvalorizado, conservándole, al mismo tiempo, su papel técnico.
¿ES LA SALUD UNA NECESIDAD QUE PUEDE SER SATISFECHA?
Todo esto es imposible, me contestarán, a menos que multipliquemos el número de médicos en una proporción que sería difícilmente aceptable para la sociedad. Esta idea de aumentar el número de médicos, para hacer frente a la situación actual del “medico desbordado”, se basa en la hipótesis de que existe una “necesidad” de salud y de cuidados médicos bien definida y que basta con ponerle precio para satisfacerla por completo.
Sin embargo, nosotros creemos que con el tipo de medicina que conocemos, si multiplicáramos por tres el número de médicos, éstos estarían igualmente desbordados por el trabajo. Y no porque la petición de ayuda médica sea indefinida, como piensan algunos, sino porque, más verosímilmente, la oferta atrae la demanda como el émbolo aspira el líquido dentro de la jeringa.
¿Cuál es la postura de los médicos ante este estado de cosas? Escuchemos por ejemplo al profesor Péquignot:
“Es evidente que una parte de nuestra metodología desaparecería si el hombre y las sociedades humanas fueran perfectas. Puede ser divertido pensar lo que pasaría si el hombre (y ahora también la mujer) dejaran totalmente de fumar y disminuyeran su ración de alcohol a menos de medio litro de vino diario. Tampoco sería malo que el hombre rebajara su ración alimenticia a menos de 2.000 calorías y comprendiera que las calorías más caras no tienen más valor nutritivo que las más baratas (digamos, por ejemplo, la carne que la leche). Asimismo sería bueno que un ejercicio físico regular reemplazara las costumbres actuales demasiado sedentarias, y se redujera la circulación en automóvil que no fuera absolutamente necesaria… ¡Que nos ahorren el resto del sermón! Tanto si se le llama educación sanitaria, como si se le llama medicina preventiva, es evidente que no vale más que el salario de los predicadores”.
Detrás de estos conceptos incisivos y de sentido común, se esconde una ideología muy particular. Existe, en primer lugar, la idea de que los comportamientos de los seres humanos se explican por sus deseos: si los individuos fuman, beben y no hacen ejercicio, es porque quieren; si prefieren circular en automóvil, y a gran velocidad, ¿quién puede decir mejor que ellos lo que les conviene?
Con estas teorías, los que preconizan prevenir la aparición de las enfermedades por medio de un modo de vida más juicioso no tienen más que una posibilidad: prohibir, oponerse a los deseos de los individuos, culpabilizarlos, con lo que se convierten en sermoneadores dudosos y poco eficaces.
¿SE HA CONVERTIDO LA MEDICINA EN UNA IDEOLOGÍA?
Detrás de esta concepción del hombre, se adivina la más pura ideología liberal. Los comportamientos de los individuos demuestran cuáles son sus gustos y preferencias; sin embargo, las determinantes socioculturales no se toman en consideración; sobre todo, el hecho de que las reglas de juego de la sociedad puedan ser tales, que hagan que un conjunto de comportamientos individualmente coherentes, sean al fin perjudiciales para todos.
Este fenómeno constituye la clave de las contradicciones del sistema de salud y lo mismo ocurre en los otros terrenos de la vida económica y social. Cambiar la sociedad, volverla más juiciosa, no quiere decir en absoluto intervenir en la vida de los individuos, obligándoles a comportarse de una manera contraria a sus deseos, sino cambiar las reglas de juego de la sociedad. Y ¿qué hacen los médicos en este aspecto? Al parecer, muy poca cosa.
Ahí está la verdadera cuestión. Hoy día son los médicos los que detentan el poder en materia de política sanitaria, y llevan a cabo esta política como puros guerreros (*).
Pero deben aceptar una de las dos soluciones: o siguen siendo lo que son, con su ideología y su técnica tradicional, que “no se preocupa más que de los deberes del médico respecto al enfermo que le consulta, pero que permanece muda cuando se trata de prevenir la enfermedad, o se ocupan de los enfermos que, debido a las barreras sociales, financieras o psicológicas, no les consultan”. En este caso, deben aceptar convertirse en un simple medio de la política sanitaria, entre otros muchos, y perder su aire despreciativo respecto a los economistas y otros planificadores que se preocupan por los problemas sanitarios sin ser médicos.
O bien, consienten en reformarse, aprendiendo a ver y a tratar los problemas de la salud de la manera que debe hacerse, de la única manera que puede hacerse, es decir, en tercera persona (como salud colectiva).
LA MEDICINA, ¿COARTADA DE UNA SOCIEDAD ENFERMA?
Una solución consistiría, quizás, en desarrollar carreras y profesiones compuestas, como podrían ser: mitad médicos, mitad estadistas economistas; o mitad médicos, mitad arquitectos urbanistas. Con ello, la organización de la política sanitaria cambiaría por completo y debería extenderse de manera transversal a terrenos (urbanismos, circunstancias, condiciones de trabajo) con los cuales hasta ahora no ha tenido ningún contacto. Solamente así se podrá evitar que la medicina aparezca cada vez más como la “coartada de una sociedad patógena”.
Añadamos que es el único medio realista de llegar a una verdadera igualdad de todos ante el enfermo y su muerte. Propagar la idea de que esta igualdad se confunde con la igualdad de acceso a las técnicas de medicina puntera no es más que un puro engaño.
Por una parte, porque el coste de estas técnicas impide -y sus promotores los saben perfectamente- su generalización para el conjunto de la población, y por otra parte, porque insistir sobre este aspecto de las cosas tiende a hacer creer que estas técnicas poseen una eficacia que, en realidad, están muy lejos de poseer.
Finalmente, y sobre todo, porque consideramos que es un buen método para dejar pasar en silencio la causa más determinante de la desigualdad ante la enfermedad: la desigualdad de las condiciones de vida.
(*) “Los médicos de los que hablamos no son, evidentemente, las decenas de millares dedicados a la medicina general, que son más las víctimas que los creadores de esta situación. Se trata de los líderes de la profesión, cuyo “status”, peso social y posición política, les darían la oportunidad, si ellos quisieran, de provocar el cambio”. Nota de los autores.
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J. P. DUPUY – S. KARSENTY, La invasión farmacéutica, 1974. Editorial Euros, 1976. Versión castellana de Carol Rosés Delclós. [FD, 19/10/2006]